La 40ª edición del Congreso anual de Teología se celebró en Madrid por zoom entre el 3 y 5 de septiembre de 2021 con el lema: ¡El neoliberalismo mata!
Vean a continuación el discurso inaugural del Congreso, de Santiago Agrelo, arzobispo emérito de Tánger (Marruecos)
A la búsqueda de un sujeto para el verbo matar
Fray Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tanger
A cuantos siguen los trabajos de este Congreso, el saludo cordial de un hermano menor: Paz y Bien.
El tema que van a abordar las ponencias está formulado así:
“El neoliberalismo mata: ‘No se puede servir a dos señores: a Dios y al dinero’”.
Aunque la confesión me deje en ridículo, confieso que he tenido que buscar en Google una definición-explicación de lo que es el neoliberalismo. Y esto es con lo que me he quedado:
«Una teoría política y económica que tiende a reducir al mínimo la intervención del Estado».
«Una forma de liberalismo que apoya la libertad económica y el libre mercado», cuyos «pilares básicos incluyen la privatización y la desregulación».
Las características principales del neoliberalismo serían el libre comercio, un Estado mínimo, un Banco Central autónomo y regulador de la moneda, las privatizaciones, la reducción del gasto público, la desregulación financiera, la reducción de impuestos a las personas más ricas con el fin de impulsar una «economía de la oferta», los «planes de ajuste estructural» y «el apoyo al proceso de globalización».
A primera vista, lo que los enunciados sugieren no parece que guarde relación alguna con el verbo matar: “Quitar la vida”.
Pero la apariencia inofensiva no consigue ocultar la evidencia de la muerte que genera la aplicación de esa teoría política y económica.
En el espacio de tiempo que se me concede para inaugurar el Congreso, voy a salir con ustedes a la búsqueda de sujetos concretos –sujetos discretos- para el verbo “matar” que, con evidente fundamento en la realidad, habéis puesto en el centro del tema escogido.
Una vieja historia:
A nadie se le oculta que la propuesta neoliberal es seductora, es fruto hermoso a la vista, y se te cuela en el alma el ansia de poseerlo: libertad económica, libre mercado, libre comercio, serás quien tú quieras ser, harás lo que quieras hacer, lo que seas capaz de hacer, sin que ese enemigo llamado Estado condicione tus objetivos, tus sueños, tu poder. Tú serás el señor de ti mismo, tendrás en tus manos tu mundo y tu destino, seréis como Dios.
La serpiente continúa ahí, la seducción, el engaño, la muerte también.
Entonces y ahora nos encontramos con algo innombrado que lleva dentro un veneno que a todos nos alcanza.
Entonces y ahora tiene su oportunidad la vida, y tiene la suya la muerte.
Siempre me sorprendió la naturalidad con que la narración bíblica presenta al hombre disfrutando de todo y arriesgándolo todo por una ensoñación.
Eso que llamamos paraíso terrenal otra cosa no sería que un mundo que Dios ha preparado con todo detalle, y en el que ha puesto al ser humano para que disfrute del regalo y lo cuide. Se trataba –se trata siempre- de un espacio de abundancia y fruición y libertad, un espacio en el que todo es de Dios, y en el que todo es para el ser humano.
La muerte no estaba en la abundancia. Tampoco en la fruición. Tampoco en la libertad.
La muerte acechaba, tentaba y se escondía en la voluntad de posesión.
Cuando lo que era de Dios porque él lo daba, se hace del ser humano porque el ser humano se apropia de ello, entonces aparece la muerte, el fruto necesario del árbol de la posesión: al apropiarme del paraíso, lo destruyo –me destruyo-; al apropiarme del paraíso, desaparecen la abundancia, la fruición y la libertad, desaparece la vida, ¡muero!
La voluntad de posesión seduce, engaña, miente. La voluntad de posesión mata.
Y ya no nos sorprende la afirmación formulada en el tema de este Congreso: “El neoliberalismo mata”, dado que la voluntad de posesión es el corazón de esa teoría política y económica.
Si digo: “el neoliberalismo mata”, diciendo verdad fácilmente comprobable, puedo dar la impresión de que me refiero a algo que está fuera de mí y se queda fuera de mí. Pero no es así: la voluntad de posesión es mía, está dentro de mí, en mi corazón.
De ahí la oportunidad con que se recuerda el dicho de Jesús: ‘No se puede servir a dos señores: a Dios y al dinero’.
Esas palabras echan luz sobre lo que acontece dentro de mí
Y habré de escoger entre Dios y el dinero: entre la fruición del paraíso y la apropiación del fruto prohibido; entre mi hermano Abel y mis pretensiones de ser único; entre el entendimiento con todos y la soledad de nuestros enfrentamientos; entre dar vida –que es lo propio de Dios-, y matar –que es lo propio del ídolo llamado dinero-.
Habré de escoger.
Así lo dijo Jesús: No se puede servir a Dios y al dinero.
No se puede.
Y el corazón intuye que, si sirvo al dinero, mataré.
Las fronteras matan
Es obvio que si me han llamado a abrir este Congreso, no ha sido por mis conocimientos sobre liberalismo económico –ya he confesado mi ignorancia-, sino por mi servicio como obispo en una diócesis de frontera. Porque esa es la realidad: la geografía y la política han hecho de la diócesis de Tánger un territorio-frontera, en el que se levantan altas, peligrosas, mortales, las vallas de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, se extienden anchos, peligrosos y mortales el Océano Atlántico y el Mar Mediterráneo, y finge cercanías engañosas el Estrecho de Gibraltar. Dos barreras artificiales –las vallas- y una natural –los mares-.
Esas barreras son trampas en las que, desde hace muchos años, quedan atrapados miles de emigrantes, miles de hombres, mujeres y niños en busca de futuro, ya ese futuro se llame pan, se llame justicia, se llame libertad o se llame dignidad.
He dicho: “quedan atrapados”. Entiéndase que viven acorralados, vejados, humillados, y se ven obligados a asumir sufrimientos que sería crueldad inaceptable infligir en una prisión a criminales; entiéndase que son empujados hasta verse obligados a aceptar enfermedades, mutilaciones y muerte.
Como pastor de aquella Iglesia, denuncié con todas mis fuerzas y casi con todas mis palabras la violación continuada de los derechos de esas personas.
No hacía falta elaborar complicadas reflexiones políticas o morales; no eran necesarios documentos magisteriales: el dolor estaba allí; la humanidad sufría allí; la necesidad clamaba allí. Uno pensaba que sería suficiente con hacerlo visible, denunciarlo, dejarlo a la vista de todos.
Pero no fue así. No es así. Tendría que aprender que, aun con la muerte delante de los ojos, somos capaces de no ver, preferimos no ver, nos interesa no ver.
Sólo así se explica que las denuncias se vuelvan contra quien las hace, como si al hacerlas se estuviese atentando contra la razón, contra el sentido común: “¿Acaso quiere usted suprimir las fronteras? Si no hay trabajo para nosotros, ¿cómo vamos a recibir a más gente?, ¿es que quiere usted aumentar el número de los parados? «Dice Vd. "Podemos compartir con el emigrante nuestro poco de leña, nuestro poco de pan" ¿Con cuántos emigrantes hemos de compartir nuestro pan? ¿Cien mil? ¿Cien millones?»
Preguntas sobre fronteras, sobre trabajo, sobre el paro y sobre pan, pero no sobre el emigrante. Preguntas de alguien que tiene organizada su vida, programado su bienestar, y no está dispuesto a arriesgar lo “suyo” por “gente” que nada tiene que ver con él.
Quienes tales preguntas hacen, ni siquiera se dan cuenta de que están considerando al emigrante como posesión suya, lo están rebajando a la condición de mercancía de la que los dueños pueden disponer, lo están reduciendo a factor económico en un mundo sin alma.
Por supuesto, tampoco caen en la cuenta de que esas preguntas no las hace la fe en el Dios de nuestro Señor Jesucristo, sino la fe en el dios dinero. En las cuentas del dinero, lo que no se comparte, se ahorra, se guarda, se gana. En las cuentas de Dios, lo que no se comparte, se pierde. ¡El que no comparte se pierde!
Y si quienes hacen tales preguntas son cristianos, no se han percatado todavía de que están ciegos, de que no han empezado a creer, pues no han visto a Dios en los hermanos, no han reconocido a Cristo en el necesitado, no han visto a Lázaro echado en el portal de la propia casa.
Si hubiesen empezado a creer, entonces sabrían que la respuesta a sus preguntas no termina en cien millones, sino en TODOS: Hemos de acogerlos a todos.
Lo que voy a recitar aquí como una letanía, lo entresaco de un informe del año 2017, sobre atención médica a emigrantes subsaharianos, huéspedes de campamentos en torno a la ciudad autónoma de Melilla. Cito campamento y motivo de hospitalización. Es como un parte de guerra:
Antiguo Jueves1 Amputación de pie
Gurugú Fractura codo
Gurugú Fractura maxilar
Gurugú Lesión pie
Gurugú Lesión columna
Bolingo Mordedura de perro
Bolingo Operación brazo
Bolingo Lesión columna [no camina]
Carrier Quemadura en un pie
Gurugú Golpeado en devolución en caliente
Antiguo Jueves Cesárea
Bolingo Pierna rota
Gurugú Operación rodilla
Gurugú Brazo y pierna rotos
Gurugú Operación brazo
Nuevo Bolingo Glaucoma
Bolingo Lesión de rodilla [valla]
Carrier fractura de pie
Carrier Herido [salto de valla]
Gurugú Herido [salto de valla]
Gurugú Herido [salto de valla]
Gurugú Tobillo roto
Bolingo Quemadura cuerpo [incendio barca hinchable]
Carrier Descalabrado
Bolingo Descalabrado
Así hasta 168 anotaciones, la última de las cuales reza: “Fracturado agresión directa de la mili” –fractura ósea-.
En esa letanía son numerosas las agresiones sufridas con cuchillos, con machetes, agresiones directas de la milicia, violaciones, quemaduras, infecciones…
¿A quién le importa esa letanía? A quienes dedican su tiempo a curar las heridas que deja en la carne de los pobres la codicia de los ricos.
Para los relatores de aquellas preguntas supuestamente racionales, esas agresiones, violaciones, quemaduras, infecciones, no pasan de ser anotaciones sobre un papel, anotaciones hechas por una institución que se ocupa de que esos hombres y mujeres heridos –en el informe figuran sus nombres y apellidos- sean atendidos, pero que no puede conseguir, por mucho que lo desee, que los Estados y sus instituciones se dediquen a hacer posible un futuro digno para esas personas, en vez de dedicarse a robarles todo: pasado, presente y futuro; y por supuesto, no pueden conseguir tampoco que cambie la mentalidad de quienes se acogen a la frialdad de las preguntas.
A nadie interesan los miles de muertos de los que se tiene noticia2, hombres, mujeres y niños a los que enterramos lejos de su tierra y más lejos aún de nuestra memoria, de nuestros sentimientos. Y si los que mueren nos dejan indiferentes, pregunto: ¿qué pueden interesar los que se quedan rotos por los caminos?
A la mente vuelve, como memoria de indiferencia fratricida, la respuesta de Caín al Dios que ha salido en busca de Abel: “¿Soy yo el guardián de mi hermano?”
Pregunta cínica que sólo puede hacer alguien que ha olvidado que es “el hermano de su hermano”.
Y ese olvido fratricida, tan suyo y tan nuestro, nace y crece a la sombra de la voluntad de poseer, de ser únicos, de ser dueños… Ese olvido fratricida nace y crece a la sombra de las razones con que protegemos lo que consideramos nuestro bienestar.
La información mata
La primera forma de matar que tiene la información es el “silencio informativo”.
Ese silencio es una apuesta por la negación de la realidad.
Y cuando la realidad arroja sus muertos a la puerta de nuestras vidas, entonces el silencio los rebajará a la categoría de muertos insignificantes, muertos sin duelo, sin historia, sin nombre.
( Ayer, martes, 13 de julio de 2021, en un periódico local –El Día, de Santa Cruz de Tenerife-, se daba noticia del fallecimiento de dieciséis migrantes que habían salido el domingo de Cabo Bajador.Esa noticia sólo pude encontrarla en otro diario: elDiario.es; aquí, en un subtítulo, se recordaba que “la ruta canaria se perpetúa como la más mortal de acceso a España con 1.922 víctimas este año”.
¡1.922 víctimas!, sólo en la ruta canaria, y estábamos en la primera quincena del mes de julio.)
Ese silencio es cómplice de la voluntad de matar que tienen quienes, a los pobres en busca de futuro, los internan en campos de pateras y cayucos, en los que es muy probable que pierdan la vida.
Ese silencio favorece la inhibición de la conciencia personal e impide la formación de una adecuada conciencia social en torno al sufrimiento de los emigrantes pobres, en torno a la tragedia que para ellos termina por ser la vida, en torno a sus muertes horribles y evitables.
Ese silencio es madre de la indiferencia –la ceguera- que nos hace inmunes a la compasión; una indiferencia que tememos activa en nuestra vida personal, en las opciones políticas que votamos, en la comunidad cristiana a la que pertenecemos; una indiferencia que, haciéndonos impermeables a la compasión, abre un abismo entre nosotros y el evangelio de nuestro Señor Jesucristo, entre nosotros y Dios.
Ese silencio mata: mata emigrantes pobres. ¡Y nos mata!
La información mata asimismo cuando es utilizada al servicio del poder y contra los pobres.
Es un hecho: en las fronteras no hay información libre, no hay periodistas; sólo hay repetidores de la “información” –es un modo de decir- que facilitan representantes del Gobierno o de las fuerzas de seguridad del Estado.
Este tipo de “información”, siempre sesgada, interesada, deformada, evoca en la memoria formas utilizadas con desparpajo en el viejo nazi-fascismo; se trata siempre de culpabilizar a las víctimas, y de justificar que lo sean.
Se necesita un inmenso cinismo para que la información subraye la violencia con que actúan los emigrantes que intentan saltar las vallas de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, y se obvie que son sólo emigrantes los muertos, los tullidos, los descalabrados, hombres, mujeres y niños a los que, por otra parte, obligamos a pasar días y noches a la intemperie durante tiempos interminables.
Para esos informadores de oficio sólo son mencionables los heridos entre las fuerzas de seguridad, heridos que, para alivio de los emigrantes, lo son siempre leves.
En esta guerra contra los pobres, el manejo de la información –la manipulación de la información- es un arma de la que los Gobiernos se sirven para adormecer conciencias, criminalizar a las víctimas, y justificar la violencia que se ejerce contra ellas.
La verdad oficial es siempre mentira.
Esa verdad evita que sintamos la responsabilidad por las muertes que ya hemos causado, y prepara el terreno para que, sin responsabilidad y sin remordimiento, continuemos asistiendo al espectáculo.
Esa verdad mata.
Otro modo de hacer información contra los pobres es el que utiliza el lenguaje para despersonalizar a quienes vienen a romper la quietud de nuestras sagradas fronteras.
El titular rezaba así: “Rescatan una patera con 18 migrantes a bordo y un fallecido al sur de Gran Canaria”. Y en el subtítulo se añadía: “La embarcación fue avistada este viernes (16 de julio) por el avión Sasemar 103 a 80 millas de Maspalomas. Salvamento Marítimo traslada a los indocumentados al puerto de Arguineguín”.
Una amiga mía comentaba: Vivimos de calificativos: migrantes, indocumentados, ilegales, irregulares… les llamamos de todo, menos “personas”.
En aquella patera había “un fallecido”, uno de tantos fallecidos de un día cualquiera, un fallecido normal… sólo que aquel fallecido del que nadie quiere saber nada, por mi cuenta y riesgo tendré que pensar y decir que murió de sed, murió de hambre, murió de frío, murió sin cuidados paliativos, sin asistencia ninguna si no es la compasión aterrorizada de sus compañeros de desgracia.
No, aquel no es un fallecido; aquellos nos son unos indocumentados. Aquel, por mucho que intentes despersonalizarlo, es tu hermano, es mi hermano. Y en la medida en que contribuyas a que lo ignoremos, a que lo olvidemos, en esa misma medida contribuyes a que mañana mueran otros hermanos.
Otro modo normalizado de informar es el que utiliza el lenguaje para demonizar a hombres, mujeres y niños que, de forma ilegal, atraviesan nuestras fronteras.
Cuesta trabajo creer que un texto como el que voy a reproducir se pueda encontrar en un diario español de tirada nacional. No cito el diario. No cito al autor de la “información”. Me limito a entresacar lo que en ella, sin decirlo, se “dice” de unos inmigrantes:
«”Día D”: cuando los ceutíes se encerraron en casa»
«Una semana después de la avalancha histórica de inmigrantes, los vecinos … aseguran que “parecía que estábamos en estado de sitio”. Ninguno salió de casa. Las escuelas estaban vacías y los negocios, cerrados»
«La ciudad de Ceuta todavía se recupera de la avalancha del lunes pasado»
«… un goteo inusual de inmigrantes… se transformó en una avalancha de ilegales… auspiciados por Marruecos como “arma arrojadiza” contra España»
«… esta ciudad está acostumbrada a lidiar con los pasos continuados de marroquíes y subsaharianos»
«… madre e hija aseguran que permanecieron en casa por miedo»
«Ante esta explosiva situación, los ceutíes optaron por encerrarse en casa. “Teníamos miedo, no te voy a engañar. Nadie sabía lo que estaba ocurriendo. Era una avalancha de chavales corriendo por las calles, venían sin nada y buscaban comida y ropa. Miraban por los escaparates a ver qué podían coger”»
«… le entró “un pánico tremendo”»
«Son seres humanos y tienen la necesidad de robar para sobrevivir»
«Muchos vienen por necesidad, otros a delinquir»
Hasta ahí lo entresacado de la información, una información, ella sí, mucho más peligrosa que todos los hombres, mujeres, niños y bebés que entraron en Ceuta en aquellos días del pasado mes de mayo: esa información ahoga las inquietudes de los que se echaron al mar, ahoga sus esperanzas, sus lágrimas, sus miedos, su cansancio, ahoga su humanidad –nos deja sin lo propio del ser humano-; esa información, que ignora la realidad de los emigrantes, al mismo tiempo la deforma, pues da a entender que esos hombres, mujeres y niños –algunos de ellos, bebés- representan para el ciudadano común una amenaza, un motivo de alarma, un peligro.
Esa información mata.
Con Cristo en la frontera
Son muchos los nombres que aquí podríamos dar a la mano que se ensaña con los emigrantes en la frontera sur de España.
Tendríamos que hablar de leyes inicuas que impiden a los pobres el ejercicio de sus derechos fundamentales; tendríamos que hablar políticas económicas que generan masas de pobres, políticas que son fábrica de hambrientos, hombres, mujeres y niños abandonados a su desgracia como desechos necesarios del progreso y el bienestar de unos pocos bendecidos; tendríamos que hablar de complicidades que matan, la más penosa entre todas, la de la Iglesia, habitual simpatizante de políticas económicas que matan, de políticas de frontera que matan, de políticas informativas que matan.
Pero no lo voy a hacer. Cerraré esta reflexión con una vieja carta. La escribí a la Iglesia de Tánger en el otoño de 2014.
Llevaba por título: “Con Cristo en la frontera”.
Y creo que es un buen modo de cerrar mi reflexión
A esta Iglesia la hizo de frontera la historia, y lo natural hubiera sido que, en nuestra vida de creyentes, esa frontera significase sólo un límite o confín reconocido entre dos Estados soberanos.
Pero injusticia, violencia y explotación han llenado de empobrecidos los caminos del mundo, y, para ellos, muchas fronteras se han transformado en límite impuesto por los poderosos a derechos que son de todos, y en desprecio de derechos particulares que tienen por serlo los pobres.
El egoísmo, la arrogancia, la crueldad, han transformado nuestras fronteras en vallas con cuchillas, en barreras que se pretende infranqueables para los empobrecidos de la tierra, en escenario para una trama de privaciones, enfermedades, heridas y mutilaciones, en cementerio de vidas jóvenes y de esperanzas legítimas.
A los creyentes, esa perversión deshumanizada de la frontera nos obliga a situarnos en ella para estar al lado de sus víctimas. Y la gracia de Dios, la fuerza de su Espíritu, nos unge para que ahí asumamos, como testigos de una humanidad nueva, nuestras responsabilidades con los pobres y con el evangelio que para ellos se nos ha confiado.
La perversión de estas fronteras no es episódica, como no lo son la injusticia, la violencia, la explotación y la prepotencia que las han transformado en espacios de muerte. Nuestras fronteras son cementerios que nunca se cierran; sólo ignoramos cuál será –y cuántos serán- el próximo nombre o el próximo número que se ha de escribir en su lista de muertos.
Dentro de esa estructura de muerte que muchos quisieran opaca porque la quieren impune, se producen a veces brechas informativas, o porque los muertos no se pueden ocultar, o porque algunas imágenes escapan al control del poder establecido.
El pasado día 15, fiesta de Santa Teresa de Jesús, se produjo en la frontera de Melilla una de esas brechas por las que se asomó a nuestra conciencia un episodio en la vida de un hombre, sólo unos minutos de su tiempo: agentes de la guardia civil agreden en territorio español a un emigrante que está bajando de la valla, a golpes lo dejan inconsciente, y en ese estado, sin tomar ningún tipo de precaución sanitaria, lo mueven y por un paso abierto en la valla lo devuelven a territorio marroquí.
La evidencia del daño injustamente causado, de la violencia gratuita ejercida, del trato humillante dispensado, exige que exprese, como obispo, la solidaridad de esta Iglesia con ese hombre –con todos los emigrantes- y nuestra comunión con él, y hace urgente que esta Iglesia reconozca públicamente a esos emigrantes –bautizados o no- como hijos suyos, y que a toda persona de buena voluntad, también a las autoridades de los pueblos y a las fuerzas del orden, pida para ellos en justicia lo que se les debe, y por solidaridad lo que necesitan.
Palabra de Dios y frontera:
La perversión de la frontera irrumpe con fuerza en nuestra eucaristía dominical. La violencia de la realidad hace que la palabra de Dios proclamada en la liturgia, resuene casi como un sarcasmo en los oídos de los oprimidos y como una blasfemia en los oídos de Dios: “Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay dios”… “Aclamad la gloria y el poder del Señor… porque es grande el Señor”.
Si no la oímos en comunión con los pobres, la de Dios será una palabra pronunciada sólo para halagar el oído de los grandes y no para enjugar las lágrimas de los pequeños.
Y tú, Iglesia cuerpo de Cristo, Iglesia de pobres que se arriesgan por un sueño en las vallas de una frontera, tú buscas con todos una luz para que la palabra del Señor resuene verdadera y consoladora en el corazón de cada uno de tus hijos.
Si te pones del lado del que oprime, la palabra de Dios suena sólo a sarcasmo y blasfemia.
Si te pones del lado de los oprimidos, si cierras filas en torno a ellos, si caminas indefensa con ellos hacia su futuro, si te haces pacífica con ellos, entonces con ellos y con Cristo reconocerás verdaderas las palabras de la profecía, y en tu camino resonará poderoso y consolador el salmo de tu oración: “Es grande el Señor y muy digno de alabanza, más temible que todos los dioses. Pues los dioses de los gentiles –los dioses del poder, los dioses de la injusticia y de la violencia- son apariencia”.
Tú no avanzas con violencia hacia los violentos; los vences con las armas de tu fe, de tu esperanza y de tu amor; los haces enmudecer con la fuerza de tu canto.
Si te mantienes al lado de los pobres, estarás siempre al lado de Cristo Jesús, Cordero degollado y vencedor.
Indiferencia y frontera
En ese fragmento de realidad de la frontera que hemos podido conocer, hay un aspecto que considero necesario señalar por significativo e inquietante.
Un hombre bajaba por la valla de la frontera, y cayó en manos de unos vigilantes, que lo molieron a palos hasta dejarlo medio muerto.
Ellos, los vigilantes de la frontera, fueron los primeros en verlo desvanecido, pero no lo atendieron, simplemente se desentendieron de él y lo echaron al otro lado de la frontera.
Mientras se lo llevaban, a su lado pasó un vehículo médico, que no se detuvo; lo mismo hizo una ambulancia, que tampoco se detuvo; y de largo pasaron también unos ciudadanos que hacían su caminata de siempre contra el colesterol y los kilos.
Es como si en ese jirón de realidad fronteriza, la parábola del buen samaritano se hubiese quedado sin el personaje principal, sin el samaritano compasivo.
Esa ausencia es sobrecogedora. Se nos ha permitido ver una parábola de la indiferencia globalizada. ¿Será una parábola de la realidad en que vivimos?
Iglesia y frontera
Como Iglesia:
Unimos nuestra voz a la de instituciones y personas que han pedido que se esclarezcan los hechos acaecidos el pasado día 15 de octubre, se depuren responsabilidades, y se ponga fin a la violación de derechos fundamentales de las personas, violación continuada que ha sido hasta ahora ignorada, si no tolerada, por los poderes públicos.
Pedimos que se autorice la presencia de observadores independientes que puedan informar sobre el respeto o la violación de los derechos que asisten a las personas en las fronteras.
Lamentamos que las autoridades de los Estados presten más atención a la impermeabilidad de las fronteras que al bien de las personas.
Lamentamos que a un hijo de esta Iglesia, que se hallaba en situación de manifiesta necesidad, se le haya tratado en la frontera de Melilla como nadie en su sano juicio hubiese tratado en ningún lugar a un animal herido.
Y denunciamos una información que, por engañosa, interesada y continuada, ha hecho posible, se diría que incluso normal, esa escena de violencia gratuita y de indiferencia colectiva que hemos visto representada para vergüenza y asombro de todos en la frontera de Melilla.
Iglesia sin fronteras:
Para nuestra confusión, a los cristianos demasiadas veces se nos encuentra cerca del poder y lejos de los pobres. Ni siquiera nos damos cuenta de que, por ese camino, nos excluimos de Jesús, nos quedamos lejos de su evangelio.
En Jesús de Nazaret, Dios se nos ha revelado sin fronteras. Sólo sueña que la casa se le llene de hijos.
A ti, Iglesia cuerpo de Cristo, te hizo de los pobres el mismo amor que te hizo de Jesús: Iglesia sin fronteras, Iglesia madre de todos, Iglesia que a todos se ofrece espaciosa y abierta como el corazón de Dios.
Conclusión:
Cuando en el contexto de este Congreso nos referimos a sujetos posibles para el verbo matar, no estamos pensando en enfermedades, tampoco en accidentes, tampoco en calamidades naturales; estamos pensando en opciones personales.
Mi impresión personal es que esas opciones que matan tienen un denominador común, y es la voluntad de posesión, la sugestión del poder, la pretensión de alcanzar con nuestra torre el cielo.
La muerte pasa por el corazón del hombre.
Es en el corazón donde se decide a qué señor servir, a cuál amar y a cuál despreciar, a quién dedicarse y a quién no hacer caso.
Sintetizado por Jesús, el dicho suena así: “No podéis servir a Dios y al dinero”.
Y nosotros, pienso que sin traicionarlo, lo podemos traducir así: No se puede servir al ser hombre y al dinero.
No se puede.